viernes, 23 de mayo de 2014

Cosas que rondan por mi cabeza durante semanas y salen por los dedos en época de entregas.

Eres un privilegiado que jamás ha olido el fracaso. Ni lo olerás nunca, estoy casi segura de ello.
Eres un privilegiado porque tienes la suerte de ser bueno, muy bueno en lo que haces. A su vez y por esto mismo, también eres un privilegiado por disfrutar de ello con toda tu alma.
Eres un privilegiado que nunca ha sabido lo que es esforzarse al máximo con algo que te encanta, pero que al fin y al cabo no está hecho para ti y te da más disgustos y quebraderos de cabeza que alegrías.
Eres un privilegiado por no sentir en ningún momento que todo ese esfuerzo no iba a ninguna parte, porque el que tiene un don natural lo hace mejor y es más válido.
Eres un privilegiado porque la gente te adora.
Eres un privilegiado por conocer el éxito, algo que muchas personas no llegan a conocer jamás.

Y sólo tienes diecinueve años.

domingo, 6 de octubre de 2013

Abuelos.

El juego cómplice de pedir dinero al abuelo para ir a por chucherías, y volver siempre con una bolsa de Lacasitos secreta que la abuela se comía con más descaro que disimulo, mientras el abuelo se hacía el tonto y disfrutaba de su café solo, con dos de azúcar.

Meter la mano en el jarrón que siempre ha habido encima de la mesa grande del salón, la que sólo se abría cuando nos juntábamos a cenar en Nochebuena, para ver si había caramelos. Coger siempre dos.

Jugar al mismo Monopoly al que jugaron mis tíos y mi madre, en el mismo suelo y con el mismo botón que sustituía a la ficha perdida.

Ver una y mil veces las fotos de desconocidos guardadas en latas de membrillo, mientras la abuela mira por encima de mi hombro y me dice mil nombres que al rato no recordaré.

Hacer bolsitas con retales, mi primer ojal, coser bajos de pantalones en la máquina Singer de pedal y correa, colocar los alfileres del alfiletero en forma de corazón.

Abrir el compartimento secreto de la muñeca y encontrar una nota de la abuela con su caligrafía casi recién estrenada. Dejar uno de los caramelos (o la bolsa de Lacasitos) como respuesta.

Bajar al trastero, donde siempre olía a madera, para ver cómo el abuelo hace sus capillitas de marquetería.

Quedarnos a dormir porque sí.

miércoles, 15 de mayo de 2013

Relecturas.


Cuando no tengo lectura, siempre releo los mismos cinco libros. Cuál de ellos depende de muchos factores, pero lo más seguro es que acabe leyendo los cinco al menos una vez al año.
No es que sean libros excepcionalmente buenos, ni tienen por qué ser los que más me han gustado (de hecho hay libros que he amado pero que me costaría mucho volverlos a leer), pero algo tendrán para querer releerlos una y otra y otra vez, aunque ni yo misma sepa muy bien el qué.

Sé que a estas alturas ya os pica el gusanillo de la curiosidad y queréis saber qué libros son. Seguro que muchos de vosotros (claro, como que me leen más de dos)

ya estáis haciendo vuestras conjeturas, y quizás alguien acierte al menos uno, pero os aseguro que jamás conseguiríais adivinarlos todos. Así que os los digo ya.



El que alguno (o más bien alguna) habrá adivinado es, evidentemente, mi favorito; La Historia Interminable. Lo releo simple y llanamente por eso. Es un libro que me hace sentir bien, de lectura amena pero que, a su vez, te hace pensar en muchas cosas, si quieres. Es lo bueno de la literatura juvenil, que se puede tomar como algo ligero o como una reflexión más. Además, esa edición en verde y rojo, dependiendo del punto de vista de la historia... <3







El segundo y más antiguo es Memorias de una Geisha, supongo que porque me encanta la delicadeza con la que está narrado y la precisión con la que describe los objetos, sobre todo los kimonos. Además, también es una historia de superación personal y da bastantes ánimos para seguir adelante con lo que sea cuando se está de bajón.









El tercero y más reciente es De cómo me pagué la universidad. Me lo compré por tres euros en una librería de Argüelles sin saber muy bien qué esperar de él, y la verdad es que me encanta porque tiene de todo (y cuando digo "de todo" quiero decir DE TODO).









El cuarto, y el que menos idea tengo de por qué está en esta lista, es El diablo viste de Prada. No sé, supongo que da en qué pensar y hace ver que no compensa dejarlo absolutamente todo por lo que (crees que) quieres.
Y el quinto y último, pero no por ello menos importante, es La esclava de azul. No es nada conocido, pero en cambio tengo muy claro por qué lo releo tanto. Es de los pocos libros (éste, Manolito Gafotas y pocos más) con los que, no importa las veces que lo lea, me sigo riendo como el primer día. Tiene un humor finísimo y una historia muy bien hilada, y es ideal para desconectar de todo.









¿Y vosotros? ¿Tenéis vuestros propios "libros de relectura"?

sábado, 4 de mayo de 2013

Más de una vez he escuchado un "ay Isa, qué buena persona eres", pero tampoco me lo he tomado muy en serio. Normalmente, si hago un favor no espero nada a cambio -cuanto menos algo material- y un "gracias" sincero me es más que suficiente. ¿Por qué? Pues porque es mi forma de ser, porque me gusta ver feliz a la gente que me importa, y si puedo ayudar a ello mejor me sentiré. 

Al principio a muchos les choca, o incluso sospechan de que haga favores sin vuelta (así de generosa es la sociedad de estos tiempos), pero llega un momento en el que la gente se acostumbra. En ese momento se produce un punto de inflexión en el que la persona pasa del regocijo a tomarlo como algo habitual. Y yo, como además de buena soy tonta, sigo haciendo favores mientras espero un agradecimiento que no llega. 

Pero ya está bien, ya me he cansado de ser buena. Ya basta confundir el ser buena con ser idiota. Sé que me va a costar, porque cambiar la forma de ser de uno es difícil, pero es algo que considero necesario para que se me tome en serio, que después de veintidós años creo que va siendo hora.

viernes, 29 de marzo de 2013

Donostia

Hacía muchos años que tenía ganas de estar allí, desde que vi la foto en la agenda regalada y descubrí quién era Antonio López. Y por fin, por fin veía el Peine del Viento con mis propios ojos.
Estaba sola, los otros se habían rezagado. Quizá por eso te presté atención.
Tú también estabas solo, haciendo fotos con una Canon, como la suya. Llevando un palestino rojo, como el suyo. Con una luz brillando en esos ojos verdemar, como los suyos. ¿Eres acaso una reminiscencia del pasado? ¿Una señal de lo que tenía que haber ocurrido (o más bien quería) y no ocurrió? ¿Un recordatorio de que no debo olvidarle?
Después, aprovechando la serenidad, leías mientras te fumabas un cigarro. ¿Qué leías? ¿También a Kerouak? ¿Sueñas también con atravesar América de una punta a otra haciendo autoestop y escuchando jazz?
Dibujo, y mientras tanto me abstraigo y pienso...

Cuando vuelvo a mirar, ya te has ido.

jueves, 21 de febrero de 2013

Me gusta/no me gusta

Me gusta la gente que lleva el reloj en la mano que no es.
No me gusta que el pasamanos de las escaleras mecánicas vaya a saltos.
Me gusta ver una masa de gente desde arriba.
No me gusta que algo que me salió bien a la primera me salga desastrosamente mal a la segunda.
Me gusta la gente que canta bajito por las mañanas.
No me gusta no ser capaz de encontrar algo que cambié de sitio porque sólo recuerdo el sitio donde lo guardaba antes.
Me gusta cuando un dibujo me sale bien.
No me gusta sentirme ridícula por algo que yo misma he dicho un momento antes.
Me gusta encontrar las cosas que nadie encuentra.

domingo, 17 de febrero de 2013

Amelie.

Amelia era una niña rica. Vivía con sus padres en un antiguo palacete en el centro de Barcelona, iba a un colegio caro, estudiaba piano con uno de los profesores más prestigiosos de la ciudad y tenía más libros, juguetes y peluches de los que podía utilizar. En resumen, Amelia tenía todo lo que quería. ¿Todo? No, ella no lo creía así. En realidad Amelia no quería nada de todo lo que tenía, porque lo habría cambiado de buena gana por poder ver.

Normalmente lo sobrellevaba como podía, pero muchas noches se despertaba después de un sueño lleno de formas sugerentes y colores brillantes, creyendo que se había curado, y rompía a llorar al descubrir que no era así. Se sentía la persona más desgraciada del mundo, y de buena gana habría cambiado sus vestidos de seda y encaje por ver una película, sus aburridos libros en braille por sólo uno lleno de ilustraciones, todos sus peluches (incluso el osito Bilbo) por ver la cara de sus padres y su maravillosa casa palaciega por saber cómo es el verde del campo.

En el colegio no tenía amigos. Nadie quería estar con la aburrida niña ciega que se sentaba en el escalón del porche y que no podía jugar a nada en lo que hubiese que moverse. Por eso se sorprendió mucho el día que escuchó una voz a su lado.

-Hola, soy Silvia, He llegado nueva hoy. ¿Puedo sentarme contigo?

Amelia se sonrojó como un tomate, pero no dijo nada. No estaba acostumbrada a que le dirigiesen la palabra porque sí.

-Bueno, si te molesto me voy a otro sitio- Dijo Silvia.

-¡No, no, quédate!- Logró balbucear Amelia. -Es que nunca nadie había querido sentarse conmigo...

-Te entiendo, a mí también me han tratado así. Te llamas Amelia, ¿verdad?

A partir de ese día las dos niñas fueron inseparables. Amelia descubrió que podía desahogarse con Silvia cada vez que lo pasaba mal, ya que su amiga la conseguía animar siempre haciéndole entender lo maravilloso que es el mundo. A su vez, Silvia le contaba a Amelia cosas de su vida, que tampoco había sido nada fácil. Su padre había muerto cuando ella tenía tres años, con lo que su madre tuvo que empezar a trabajar, dejándolas a ella y a su hermana al cuidado de su abuela. Sin embargo, hacía cosa de un par de años, la abuela de Silvia murió tras una complicada enfermedad al mismo tiempo que despidieron a su madre del trabajo, dejándolas a las tres prácticamente en la calle al no poder hacer frente a la letra del minúsculo piso en el que vivían. Por eso la madre de la niña aceptó sin dudar cuando el colegio le ofreció una beca completa para Silvia en régimen de internado, aunque eso significase verla sólo un par de días al mes.

Amelia siempre pensaba que cambiaría con gusto su vida llena de lujos por la de Silvia, si con eso conseguía ver, pero nunca decía nada, aunque su obsesión con el tema llegó a ser enfermiza. Una vez, en un arrebato de sinceridad, le contó a su madre todo lo que pensaba, pero muy al contrario de lo que esperaba, se enfadó con ella y le dijo que estaba siendo una niña superficial y egoísta. Amelia se sintió tan incomprendida que no pudo dejar de llorar hasta dos días después. Tan apenada estaba y tan poco podía disimularlo que hasta Silvia se dio cuenta.

-Oye Amelia, ¿te pasa algo? Te veo muy triste hoy.

-No, nada... Es una tontería.- Dijo Amelia, quitándole importancia.

-Sabes que me puedes contar cualquier cosa, ¿no? Para eso somos amigas.

-Bueno, sí, ya lo sé, pero...- Dudó ella.

-Anda tonta, cuéntamelo, a ver si te puedo ayudar. - Insistió su amiga.

-Pues... Verás, es una cosa que llevo pensando mucho tiempo, pero se lo dije a mi madre y se enfadó tanto que ahora me da miedo decírselo a nadie más.

-Pero yo no me voy a enfadar, Amelia, no te preocupes, ¿qué es?- Preguntó Silvia, ya curiosa.

-Que cambiaría con gusto mi vida por la tuya si así pudiese ver. Hala, ya está, ya lo he dicho. ¿Contenta?

-Cómo... ¿No lo sabes?

-¿Saber el qué?- Preguntó la niña con un cierto mosqueo.

-Amelia... Yo también soy ciega.