domingo, 6 de octubre de 2013

Abuelos.

El juego cómplice de pedir dinero al abuelo para ir a por chucherías, y volver siempre con una bolsa de Lacasitos secreta que la abuela se comía con más descaro que disimulo, mientras el abuelo se hacía el tonto y disfrutaba de su café solo, con dos de azúcar.

Meter la mano en el jarrón que siempre ha habido encima de la mesa grande del salón, la que sólo se abría cuando nos juntábamos a cenar en Nochebuena, para ver si había caramelos. Coger siempre dos.

Jugar al mismo Monopoly al que jugaron mis tíos y mi madre, en el mismo suelo y con el mismo botón que sustituía a la ficha perdida.

Ver una y mil veces las fotos de desconocidos guardadas en latas de membrillo, mientras la abuela mira por encima de mi hombro y me dice mil nombres que al rato no recordaré.

Hacer bolsitas con retales, mi primer ojal, coser bajos de pantalones en la máquina Singer de pedal y correa, colocar los alfileres del alfiletero en forma de corazón.

Abrir el compartimento secreto de la muñeca y encontrar una nota de la abuela con su caligrafía casi recién estrenada. Dejar uno de los caramelos (o la bolsa de Lacasitos) como respuesta.

Bajar al trastero, donde siempre olía a madera, para ver cómo el abuelo hace sus capillitas de marquetería.

Quedarnos a dormir porque sí.