Como es lógico y habitual, cuando te cambias de casa es necesario comprar ciertas cosas, incluidas las lámparas, y para ello fuimos a una tienda (muy recomendada por los nuevos vecinos) que estaba de camino a casa de mis abuelos. Como yo tenía nueve años y mi hermano once, lo primero que hicimos fue recorrer la tienda entera, viendo todas las lámparas que había, que no eran pocas. Hasta que de pronto la vimos. En una esquina, aunque pegada al escaparate, estaba la lámpara más estrambótica que os podáis imaginar. Era una lámpara de pie, de plástico, con forma de pétalos que, juntos, formaban algo parecido a un collar de flores de distintos colores, cada cual más chillón que el anterior. Nos quedamos embobados delante de la susodicha, sin saber si nos encantaba o nos parecía horrible hasta que nos fuimos a casa.
A los pocos meses hubo que volver (ya se sabe cómo son estas cosas), y la lámpara seguía allí. Mi hermano ya había perdido el interés en ella, pero yo volví a su esquina a mirarla con la boca abierta. Esto no le pasó desapercibido a mi hermano, y (no sé cómo) me hizo prometer que si cuando tuviese mi propia casa la lámpara seguía allí, la compraría y la pondría en el salón.
Han pasado doce años, y a día de hoy la lámpara sigue en su esquinita de siempre. Cada vez que voy o vuelvo de casa de mis abuelos la veo, y un escalofrío me recorre la espalda al pensar que el día de mi independencia está peligrosamente cerca.
A ver, no es que sea fea... Es que es difícil de combinar.
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Residuo de pensamiento