Le encantaba esa plaza, sobre todo en días soleados como aquél. Siempre había extranjeros haciendo turismo a los que escuchar hablar, música que inspiraba y jóvenes llenos de vida a los que sonreír.
Cuando se quedaba en casa a la fuerza y hacía buen día, evocaba esa plaza sin saberlo, deseando estar sentada en uno de sus escalones sin ser consciente de ello.
Ese día la música era melancólica, muy adecuada para el día que había tenido. Cada vez que veía a alguien tocar allí sentía esa punzadita de envidia por no poder hacer lo mismo en ese momento, por no llevar su instrumento donde quiera que fuese para poder transmitir sus emociones. ¿Eran conscientes los músicos de que sin ellos el ambiente de la plaza perdería su magia? La magia que hacía que fuese especial, la magia que hacía que ella quisiese pasar allí cada segundo, atesorando rayos de sol y pasodobles.
Por eso se sorprendió al ver un instrumento encerrado dentro de su estuche. Para ella no era concebible tenerlo allí y no tocarlo, ese violín no podía estar dentro de la funda, ¡pedía sonar a gritos! Miró a su dueño con extrañeza, un chico joven que le devolvió la mirada. Era una mirada abatida, triste y un poco culpable de sí misma. Se entendieron así. Algo quiso decir esa mirada, que parecía que se disculpaba porque el violín no fuese libre de sonar. Algo le había pasado; no es normal que un músico no sienta ganas de tocar su instrumento cuando otros lo están haciendo libremente.
Empezó a inventarle una historia. Su historia: un joven prodigio, solista en la filarmónica de ______________ que había perdido las ganas de tocar. Sentía que estaba decepcionando a todas las personas que tenía a su alrededor, sobre todo a su madre, que siempre había soñado con que su hijo triunfase en la música. Por eso hacía un esfuerzo e iba todas las tardes con el violín a cuestas al lugar donde siempre había deseado tocar. Parecía que no funcionaba, pero la atmósfera del lugar le gustaba. Se sentía tan cómodo...
Ella llevaba sentada un rato en aquellos escalones, fantaseando y garabateando sinsentidos en la libreta, cuando se dejó de escuchar el acordeón que sólo conocía boleros para destapar un sonido más lejano, pero más limpio y claro, de ésos que purifican el alma. Se acercó hechizada, como todos en la plaza, y descubrió sin necesidad de palabras que la melodía única que brotaba de ese violín, hasta ahora confinado en su estuche de terciopelo, era para ella. Una sinfonía llena de frescura y gratitud que se reflejaba en los brillantes ojos del muchacho, plenos de entusiasmo y fijos en ella, la primera musa de su joven vida.
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